El pasado viernes 13 de mayo,
luego que multitudes de jóvenes estudiantes, docentes y no docentes de las
universidades públicas convenían marchar todas juntas en repudio a las
políticas de vaciamiento que impulsa el Gobierno Nacional logrando una
convocatoria inusitada, el historiador adscripto al liberalismo conservador
Luis Alberto Romero escribía desde las columnas de La Nación un pedido con sabor a Fukuyama[1]:
la sociedad necesita un nuevo relato para deconstruir el nefasto discurso
nacional populista que encarnó el kirchnerismo. ¿Cómo tendría que ser ese nuevo
relato? Para Romero tiene que construir una épica de lo “normal” y recuerda a
sus lectores que alguna vez nuestro país lo fue, precisamente durante los años
sesenta[2].
Llamativa observación del hijo de José Luis
ya que los sesenta fueron años de plena efervescencia política y cultural,
vientos de cambios arremetían sobre la región mientras que para la derecha como
para la izquierda el tránsito hacia el socialismo parecía inevitable. Eran los
sesenta a los que Oscar Terán (en un libro constituido un clásico para el
abordaje de la época) sentenciaba que la
sociedad había asumido un “sentido común revisionista”[3]:
cada año que pasaba el sentimiento antiliberal se profundizaba, el malestar
ante la proscripción del peronismo parecía conducir inevitablemente a una
dictadura sin plazos como la que ensayaría Onganía a partir de 1966. Durante
los sesenta, se profundizaba la discusión historiográfica: eran los tiempos de
los best sellers de las obras de José María Rosa, Juan José Hernández
Arregui, Arturo Jauretche, Jorge Abelardo Ramos entre otros. Un ejemplo basta
de muestra: en un reciente trabajo de Esteban Campos sobre la revista
precisamente de los años sesenta “Cristianismo y Revolución” realizaba una
entrevista a una ex militante del por entonces “Comando Camilo Torres” donde
asegura que
“…para mí leer La Guerra del Paraguay y las montoneras argentinas fue una ruptura epistemológica. José María Rosa
a mí lo que me hizo fue aprender y darme cuenta que no hay una historia, para
mí esa es la ruptura epistemológica…”[4]
Esa ruptura
epistemológica precisamente era la que buscaba el revisionismo. En 1964 el mismo
Pepe Rosa afirmaba desde un editorial de la publicación Revisión:
“(…) ¿Es el
momento de enseñar Historia a quienes están agobiados por el peso de la hora?
ES EL MOMENTO. Porque el mal que padecemos no viene de este o de aquel
gobierno. ¡Viene de más hondo, y toca a la esencia misma de la nacionalidad!
Los argentinos somos un pueblo con claro sentido nacional pero que padece una
estructura de colonia que deliberadamente se quiso darle…”[5]
Entonces, ¿Cuál es el añorado “país normal”
que evoca Romero? Evidentemente se trata de un proyecto de país como bien él
remarca: liberal con una “cultura abierta al mundo, dinámica y creativa”… y para
ello hay que acabar con ese “enano nacionalista y populista” que reivindicó el
kirchnerismo durante su gobierno para volver a la cultura de los noventa en la
cual los historiadores se abocaban a una tarea de una reconstrucción histórica
endógena, supeditada al cursus honorum, a la cultura de los papers para acrecentar el curriculum,
hacia una profesionalización de una historia atomizada, ajena a la realidad
social[6].
Instaurar la construcción de un relato plural pero que no reconozca al
nacionalismo por tratarse de autoritario: en ese sentido para Romero el
revisionismo es el hecho maldito del país normal. Las tareas que llevan a cabo
desde el experto en felicidad
(todavía parece un chiste) Daniel Cerezo hasta la instalación del sinceramiento económico, el discurso pluralista enfocado hacia un supuesto
ciudadano ideal y desideologizado nos
muestran un escenario en donde la tragedia que padecimos durante los noventa
ahora se repite como una comedia donde sólo ríen los sectores privilegiados.
El país normal de los sesenta que evoca
Romero sólo era posible desde la maniobra de instauración de una Republica en
donde las mayorías estaban proscriptas, y los que no eran “normales” eran
perseguidos y silenciados. Eran los tiempos en donde la burguesía y el
Imperialismo buscaban la manera de despolitizar la sociedad, de construir un “peronismo
sin Perón” sin conciencia revolucionaria, con los dirigentes y burócratas
sindicales pactando con el Régimen como bien lo denunciaba John W. Cooke[7]
cuando Onganía se instalaba en el poder decidido a lograr la “normalidad” a
fuerza de disciplinamiento del movimiento obrero, políticas de ajustes y
represión. Pero también olvida Romero que fueron durante los sesenta que la
represión hacia las universidades dejaba trunco el proyecto de renovación
historiográfica que propulsaba su padre José Luis luego de “la Noche de los
bastones largos”. Y principalmente se olvida que el país normal de Onganía
estalló en mil pedazos en mayo de 1969 con el Cordobazo.
Vuelvo entonces a preguntarme, ¿Cuáles
sesenta? Temerario sería si me decidiera a realizar un abordaje psicológico del
autor de La Nación ya que me daría
terror con lo que me encontraría detrás de esas palabras vacías de sentido que
hicieron más de una vez trizas un modelo de país nacional y popular.
¿Cuáles son nuestras tareas? Precisamente se
trata de hacerle caso a Romero. Pero volver a NUESTROS sesenta y
contextualizarlo a nuestra realidad. Existe una gran masa dispuesta a resistir
y a defender sus derechos sociales que son los nuestros: lo demostró la gran
concentración que acompañó a Cristina, pero también las multitudinarias marchas
de los trabajadores y de los universitarios. Hay que volver a la labor del
historiador comprometido con su tiempo dispuesto a quitarle una vez más el velo
a la “normalidad”, con nuevas herramientas, interpretaciones sin perder de
vista lo que dijo una vez Don Arturo “la política es la historia del pasado y
la política es la historia del presente”[8].
Seremos enanos nacionalistas y populistas pero como todo enano sabemos pegar en
las rodillas para que caigan fuerte, con sus falsedades a cuestas.
[1] Francis Fukuyama (politólogo estadounidense) es conocido sobre todo
por haber escrito el controvertido libro El fin de la Historia y el
último hombre de 1992, en el que defiende la teoría de que la historia
humana como lucha entre ideologías ha concluido, ha dado inicio a un mundo
basado en la política y economía de libre mercado que se ha impuesto a lo que
el autor denomina utopías tras el fin de la Guerra Fría.
[2] Romero, L. A. “El nuevo relato que la sociedad necesita” en La Nación, 13 de mayo de 2016
[3] Terán, Oscar. Nuestros años
sesenta. Buenos Aires: Siglo XXI.
[4] Campos, Esteban. Cristianismo
y Revolución. Buenos Aires: Edhasa. 2016. P. 54.
[5] Rosa, José María. Revisión,
N° 7, julio de 1964.
[6] El mejor ejemplo que representa ese espíritu de profesionalización
de la Historia durante los noventa se puede rastrear en las interesantes
entrevistas reunidas en libro realizadas por Roy Hora y Javier Trimboli durante
1994 a autores como Tulio Halperín Donghi, Hilda Sábato, José Carlos
Chiaramonte, Beatriz Sarlo entre otros en Pensar
la Argentina. Buenos Aires: El Cielo por Asalto. 1994.
[7] Cooke, J.W. Peronismo y Revolución. Buenos Aires: Papiro.
[8] Jauretche, Arturo. Política nacional y revisionismo histórico.
Buenos Aires: Peña Lillo.
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